martes, 29 de abril de 2008

168 - EN LA TARDE DE AYER....

EN LA TARDE DE AYER... (168)

A Ledesma


En la tarde de ayer, templada y clara,
impulsado por una extraña fuerza,
he cogido el volante y me he llegado,
dando un grato paseo, hasta Ledesma,
la ciudad castellana en que se hunden
mis raíces maternales en su tierra;
la ciudad del silencio y del olvido,
de calles retorcidas y desiertas,
entre cuyos codones se levantan,
sin miedo a ser pisadas, verdes hierbas.

He cruzado de nuevo aquella Plaza
que domina la formidable Iglesia;
he visto discurrir revuelto el río,
asomado al pretil de la Alameda;
he visto los dos puentes y la Ermita,
y el sitio en que nadaba en Carnaceda.

Andando lentamente, me he llegado
a ver la blanca casa en que viviera
hace ya nueve lustros, -¡casi nada!-,
cuando apenas contaba una quincena
y mis sueños de amor se despuntaban
cual capullos de flor en primavera.

Poco a poco, siguiendo mi paseo,
he dado con la antigua Fortaleza,
solitaria y callada, como todo,
cerradas las ventanas y las puertas
de las casas que asoman sus fachadas
a la Plaza callada y recoleta,
sin nadie a quien decir "muy buenas tardes",
ni un perro que ladrara mi presencia.

Cual un viejo fantasma desolado,
he cruzado sus plazas y callejas;
la Villa he recorrido paso a paso,
tratando de encontrar entre sus piedras
los fantasmas de aquellos mis amigos
que mis años de entonces compartieran.

Mis pasos resonaban en el hueco
silencio de sus calles, tan estrechas,
flanqueadas por viejos edificios
y por rancias casonas solariegas,
levantando ampollas de sonidos
en la tarde callada de Ledesma.

He buscado afanoso mis fantasmas,
con el ansia de todo aquel que espera
descubrir, al volver cualquier esquina,
los años de la blanca adolescencia,
los amigos de aquellos años mozos,
y la novia de la sonrisa ingenua,
la de los quince años, que tenía
los labios sonrosados como fresas,
aquella cuyo pelo lo peinaba
la brisa que atusaba la alameda,
en las tardes tranquilas en que ambos
a su sombra, cruzábamos promesas
de amarnos ciegamente hasta la muerte,
y, creo recordar, después de ella.

Lo malo es que la Villa, silenciosa,
me ha tratado lo mismo que si fuera
un viajero curioso que cruzara
sus calles retorcidas y plazuelas,
y, muda, ha mirado al forastero
que pasaba soñando en otras fechas,
sin querer revivirle su pasado,
enterrado por siempre entre sus piedras.

En la tarde de ayer, templada y clara,
sin haber encontrado ni las huellas
de aquel trozo lejano de mi vida,
perdido entre las calles recoletas
de aquel bello lugar que me dio asilo,
¡me he marchado llorando de Ledesma!


José María Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
Salamanca, 8 Marzo 1987

(De mi Libro: “Canciones salmantinas”)

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