lunes, 31 de marzo de 2008

(11-08) LEYENDO LA PRENSA DIARIA


Leyendo la prensa diaria

Me ha hecho mucha gracia un artículo –ya pasado de fecha-, de mi admirado Martín Prieto, donde se confiesa antiguo “chacineador” de encuestas, cuando escribía en El País, acomodándolas a los criterios del diario que le pagaba el sueldo. Su lectura no ha hecho otra cosa –aparte de hacerme sonreír-, que confirmarme en la innata prevención que siempre tuve a las mismas, acrecentada desde que tuve –también por razón de trabajo-, que intervenir en otras, éstas de tipo industrial, con los datos que estábamos obligados a facilitar a un organismo público, encargado de confeccionar estadísticas.
Fue hace muchos años, muchos, recién terminada mi carrera, trabajando en una empresa industrial. Cuando llegaba la hora –cada año-, de contestar la encuesta oficial sobre consumo de materiales, energía consumida, combustible empleado, número de asalariados, costes de producción, etc., etc., al llegar al capítulo de materiales nos veíamos en un brete. Empezábamos por qué muchos de los materiales, reimportados desde el extranjero –una vez estampados allí-, eran distintos de los exportados, en régimen de “en tránsito”, que eran de peor calidad y se destinaban en aquel otro país para hacer envases ligeros u otras menudencias. A cambio se nos devolvía una chapa estampada, de superior calidad, fabricada por ellos, pero de distinto peso por unidad de superficie. Ese era uno de los problemas a la hora de contestar la encuesta anual, pero había otros muchos. Pues bien, a pesar de eso, tras una reunión de los jefes de departamento involucrados en la contestación, a ojo de buen cubero, ayudados de una calculadora –de las de carro móvil y manivela, no había otras entonces-, estimábamos una cifra creíble, en función de las unidades producidas, y salíamos del paso, no digo que orgullosos de nuestra labor, pero con la conciencia tranquila de habernos ganado el sueldo de la mejor forma posible. ¿Eran fiables aquellos datos? Pues hasta cierto punto. Lo que no eran, nunca lo fueron, es exactos.
Ahora, tiempo de encuestas, que te las encuentras hasta en la sopa, y que encima no son de datos ciertos –ni tan siquiera aproximados-, sino de opiniones, la mayoría de las veces emitidas viciadas en su origen –cuando no también “chacinadas” en su elaboración-, cada vez que veo una página dedicada a publicar resultados de las mismas, me apresuro a volver página, sin prestarle atención ninguna. Podré estar equivocado, ciertamente, y que me perdonen quienes las hacen, pero las encuestas –y sus resultados- me producen repelús. Perdí le fe en ellas hace muchos años, cuando yo las contestaba a ojo de buen cubero y con la calculadora de manivela en la mano. Lo mismo o parecido que cuando Martín Prieto las “chacineaba” para su periódico, sometido a las órdenes de su director. ¿Encuestas? ¡No, gracias, paso de ellas!
En alguna parte he contado de la conversación mantenida telefónicamente con una amable señorita encuestadora, a la que me negué a contestar a sus preguntas, no por descortesía, sino por carecer de datos ciertos y entender que las opiniones, de no estar bien fundadas, carecían de todo valor estadístico, estaban horras de credibilidad. La gentil encuestadora reconoció la honradez de mi negativa a responderle y entablamos una larga y amena conversación, en la que, ella misma, confesó el asombro que le producía ver la presteza y facilidad con la que muchos de los encuestados contestaban a sus preguntas, sin dar razón del por qué de las respuestas. ¿Corazonadas? ¿Intuición? ¿Pasión? ¿O acaso solo temeridad? ¿Y por qué no ignorancia, que es el justificante de muchas creencias y actitudes?
En una encuesta creíble debe sustituirse el “yo creo” por el “yo sé” de los encuestados. Aquí si que están diferenciadas la fe y la ciencia, y sin embargo al encuestador político o al de por encargo, en el mejor de los casos –es decir cuando no media descarada manipulación o “chacinamiento”-, le basta y le sobra con la inanidad de una respuesta cualquiera, sobre todo si no va contra corriente de quien la hace o del que paga la encuesta.
La investigación científica puede avanzar con el estudio de datos estadísticos, ciertos en su mayor parte, y de hecho así lo hace, pero no así la política, actividad probabilista donde las haya, donde los datos estadísticos obtenidos mediante encuestas públicas, deben ser mirados con lupa y a los que cabe aplicar aquello que decía mi padre de que “la mitad de la mitad, y de esa mitad, la cuarta parte”, y añadía luego, al cabo de un rato, “y aún te quedarás corto, hijo”. Pues eso, que las encuestas públicas de opinión, para el que tenga fe en ellas, cada día menos, afortunadamente.

Hablaba, o escribía, ese mismo día y en ese mismo diario, otro periodista insigne, Casimiro García Abadillo, sobre la cautela de los grandes empresarios españoles mientras dura el período pre-electoral, que prudentemente guardan su ropa, sin atreverse a manifestar públicamente su inclinación por uno o por otro de los varios candidatos a la jefatura del gobierno de la nación. Admiro el asombro del citado periodista, pero debo confesar que no lo comparto en absoluto. El dinero va indisolublemente unido al poder, e incluso me atrevo a asegurar que el poder está, las más de las veces, al servicio del dinero, aunque los que llegan al poder se crean independientes. El tiempo habrá de demostrarles lo contrario. Con un gobierno puede acabarse de mil maneras, no así con el dinero, que siempre sobrevive a cualquier catástrofe, e incluso se sirve de éstas para acrecentarse aún más. El dinero no se mezcla en política; sólo se sirve de ella. Más o menos rectamente –que eso es otra cosa-, pero se sirve. Al dinero le basta esperar que uno u otro de los candidatos llegue al poder, sin necesidad de significarse previamente, que ello supondría buscarse un enemigo si fuere otro el elegido, enemigo que al final sería vencido, pero a mayor precio, lo que no conviene. En alguna ocasión apoya y ayuda a ambos candidatos, simultánea y calladamente, asegurándose doblemente el triunfo al contar con el agradecimiento de ambas partes, candidato vencedor y candidato vencido. El uno estará para servirle y el otro no impedirá esa servidumbre, callando prudentemente, por mucho malo que vea, esperando que le llegue el turno de mandar. No sé por qué extraña asociación de ideas me viene a la memoria el nombre de un sujeto que así hizo, hace unos setenta años, del que prefiero callar su nombre, aunque seguro estoy de que más de uno, de los de mi edad, principalmente, le habrá identificado. Que Dios le tenga en el sitio que le corresponda y se merece. (A dicho sujeto, no a quienes puedan recordarle, claro está).
El poder –con él la justicia-, respetan al dinero, y ni el uno se atreve a gravarle con un impuesto progresivo, en función del grado de riqueza, el único que es verdaderamente justo, ni la otra a interpretar la letra de la ley en la misma forma que lo hace cuando se trata de aplicarla a “pelé, melé y carta que no liga”, como dicen en mi pueblo cuando se refieren a un cualquiera que no tiene donde caerse muerto. ¿Recuerdan ustedes lo de la estigmatización como eximente, la nueva versión del depósito, la insólita interpretación del concepto de prevaricación, la no menos nueva y extraordinaria sobre la que debe hacerse del instituto de la prescripción, etc., etc. ¿

Y no es que yo tenga cosa alguna en contra del dinero, al que reconozco su razón de ser cuando es usado correctamente para crear más riqueza y dar trabajo seguro y digno a los ciudadanos. Pero me asusta esa simbiosis dinero-poder o poder-dinero –lo mismo da-, fuente de toda clase de abusos e injusticias. El dinero, honradamente adquirido y rectamente empleado, es una bendición de Dios, del que se beneficia la humanidad, como creador y repartidor ese dinero de nueva riqueza. Lo absurdo es pretender abolir la riqueza mediante el reparto indiscriminado de toda ella, reparto que a nada conduce, si no es a generalizar la miseria. A los cuatro días de hecho el reparto.

Quizá todo esto que digo no sea otra cosa que divagaciones de un octogenario, tan rico en experiencias como horro en animadversiones ni ambiciones personales, que –sin ánimo de ofender a nadie y sólo a título de entretenimiento-, expone el fruto de aquéllas, sin pretensión de sentar cátedra, atento y dispuesto a admitir cualesquiera otras mejor fundadas, en derecho o en años de vida reflexiva. Paz para todos.


José Maria Hercilla Trilla
www.hercilla.blogspot.com
Salamanca, 25 Marzo 2.008


(Publ. En www.esdiari.com del 30-03-08, Nº 708)

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