martes, 14 de julio de 2009

016 - FANTASÍA

FANTASIA (016)


- I -

Fue hace muchos años...

Una noche serena
vagaba yo en silencio
por la verde alameda
de aquel jardín que sabe
de amores y promesas,
de aquél que me inspirara
mis canciones primeras.

En el manto nocturno
brillaban las estrellas
cual diamantes lejanos,
y daban a la tierra
un resplandor velado,
una luz macilenta
y triste que evocaba
las amadas ya muertas.

Ni un susurro turbaba
aquella paz, que era
un sedante a mi alma
dolorida e inquieta.

Yo vagaba en silencio,
en busca de una idea...,
en busca de un aroma...,
de una grácil silueta...,
de un recuerdo que pasa...,
de un suspiro que vuela...

(Me gusta por las noches
recorrer la alameda
en busca de esas cosas
imprecisas y etéreas
que soñamos nosotros,
los humildes poetas).

Llegué junto a aquel banco
de desgastada piedra,
que sabe mis dolores;
me senté, y la cabeza
recliné en su respaldo,
como si el banco fuera
el seno palpitante
de una novia, y quisiera
olvidar en sus brazos
mis íntimas tristezas.

En el reloj cercano
de una vetusta iglesia
desgranó una campana
su canción agorera
y me quedé dormido;
me sumergí en las nieblas
luminosas del sueño,
mientras una quimera
se forjaba en mi mente.


- II -


Aquel jardín ya no era
el jardín de otras noches;
llegaban de una orquesta
nostálgicas las notas;
cruzaban la floresta
gentes desconocidas...

Estaba en una senda
del País del Ensueño,
y Tú eras la Princesa
de aquel País. Tenías
vasallos y doncellas
rindiéndote homenaje,
y un dragón a la puerta
de tu palacio rosa,
para que no pudieran
franquear tu recinto.


Y yo tan sólo era
un trovero ignorado,
que encontrándome cerca
de tu mágico parque,
asomose a las verjas
al oir el bullicio
alegre de tu fiesta.

Penetré en tus jardines
amparado en las nieblas
de la cálida noche;
recorrí la floresta,
sin osar acercarme
a la mole de piedra
rosada del Palacio
de la blonda Princesa
del Reino del Ensueño.

Envuelta en tenues sedas
hasta mí te acercaste;
me tendiste la diestra
y a tu voz se me abrieron
silenciosas las puertas
del Palacio encantado,
soñado en mis quimeras.

Del jardín solitario
recorrimos las sendas;
te hablé de poesía;
te conté las leyendas
que aprendí en mis viajes
a muy lejanas tierras;
te hablé de mis afanes,
te hablé de mis empresas,
te conté mis fracasos...

Mi alma de poeta
desnudé ante tus ojos,
en la embriaguez aquella
de la noche templada,
para que tú leyeras
como en un libro abierto,
mi adorada Princesa.

Supliqué tus amores,
pero el pobre poeta
que llegó a tus jardines
amparado en las nieblas,
era un pobre trovero
ignorado.
En la tierra
no tenía Palacios,
ni tenia riquezas,
ni nada de esas cosas
que hacen que uno sea
apreciado en el mundo
por las gentes tan necias.

Yo no tenía nada;
tan sólo en mi cabeza
escondía un tesoro
fantástico de ideas,
y en el pecho albergaba
la infinita tristeza
que los seres humildes,
al cruzar por la tierra,
vamos almacenando.


- III -

Vi la Corte revuelta
por mi osada demanda;
las blancas damiselas
y los fieros vasallos
-toda la gente aquella
que en tus reinos vivía-
miraban con fiereza
al pedigüeño osado,
al infeliz poeta
que concibió la absurda
y fantástica idea
de ser el preferido,
aquél que compartiera
tu tálamo inviolado,
en premio a ... su pobreza.

Se agruparon en corros,
aullando como fieras;
unos, los más crueles,
pedían mi cabeza;
otros, me daban voces;
otros, tiraban piedras;
otros, los más temibles,
hilvanaron rastreras
y cobardes calumnias...

Escondí mi vergüenza
en un altivo gesto;
disimulé la afrenta,
y, volviendo la espalda
para que no me vieran,
lloré mi desengaño
y lloré mi impotencia
ante el tropel absurdo
de aquellas gentes necias.

Lloré todos mis sueños,
y al cruzar la floresta
huyendo de mí mismo,
llorando mi vergüenza,
cual un blanco fantasma
resurgiste en la niebla.

Te estreché entre mis brazos.
Las manos de una muerta
tus manos parecían;
en tus ojos, la pena
había dibujado
sus azules ojeras,
y en tus mejillas pálidas,
dos cristalinas perlas
temblorosas brillaban,
cual simbólico emblema
de un amor imposible.

En medio de la senda
te estreché entre mis brazos;
acaricié las hebras
de tus cabellos de oro,
y en las fragantes fresas
de tus labios bermejos,
ahogué todas mis penas...


- IV -

Mas tuve que marcharme...
El pueblo a sus Princesas
exige sacrificios.

¡Pobre de la que sueña
y sigue una Ilusión
e hilvana una Quimera!

Un abrazo callado...;
un suspiro que vuela...;
un beso que no acaba...;
un ¡Adiós, mi Princesa!,
que surge entre sollozos...;
otro ¡Adiós, mi Poeta!,
que musitan sus labios...;
y mi Blanca Quimera
se esfuma en las calladas
y umbrías alamedas.

¡Eras un imposible
que se cruzó en mi senda,
y en sueños aromaste
mi truncada existencia!

(Y el ensueño se acaba...)

Otra vez en la senda,
vencido y solitario,
a rumiar la tristeza
del fracaso y la muerte
de la visión aquella...

¡Otra ilusión que pasa...!

¡Otra esperanza muerta...!



José María Hercilla Trilla
Cañaveral, 1948

(De mi libro: "Canciones de juventud")

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