lunes, 28 de junio de 2010

20/10 DE LAS FUSIONES Y OTRAS CUESTIONES

20/10

De las fusiones y otras cuestiones


Llega a verme mi buen amigo Polidoro Recuenco, al que ya conocen ustedes, jubilado del noble Cuerpo de Telégrafos, con ribetes de filósofo –quiero decir que es aficionado a pensar por su cuenta y riesgo-, que hoy se muestra visiblemente alterado. Esgrime en su mano izquierda –la que le deja libre el bastón-, un periódico del que me muestra una de sus páginas, diciéndome, imperativamente: “Lee”.
Antes de seguir adelante, debo aclarar al amable lector que, de este mi amigo Recuenco, de él, es la idea de que las antes llamadas Cajas de Ahorro constituyen propiedad indivisa de los sufridos ahorradores, únicos dueños de los caudales en ellas depositados, de lo que saca la conclusión, quizás equivocada, pero suya, de que sin ahorradores las citadas entidades carecen de causa para existir, pues no es de directivos y empleados de lo que viven ellas, sino del jugoso margen obtenido por la diferencia entre los míseros intereses que abonan a los impositores y los elevados intereses que cobran a los prestatarios de los créditos que conceden. Polidoro no se atreve a llamarlos intereses usurarios, pues siempre fue hombre prudente, discreto y comedido.
Como él dice, si un día cualquiera, todos, absolutamente todos los impositores retiraren sus capitales, fruto del ahorro o del trabajo, y dejaren las cajas vacías, ¿cuántos días tardarían ellas en morir y desaparecer, y con ellas sus brillantes e inefables directivos y sus eficientísimos y fieles empleados?
Por eso, Polidoro se ha rebelado siempre contra ese manifiesto olvido, cuando no menosprecio, del más importante puntal de las mismas: Los impositores. Los que, según su teoría, son los verdaderos dueños del dinero, y por ende de las cajas.

Polidoro es uno de tantos españoles a los que la vida no les regaló nada, que vivieron única y exclusivamente de un trabajo honrado, pensando en la vejez y en que a ésta se llega cuando menos se espera. Si tienes algo ahorrado, la puedes afrontar con cierta tranquilidad e independencia, sin tener que recurrir a hijos, o, a falta de éstos, a la caridad pública. Por eso, desde que logró su empleo fijo, aunque medianamente retribuido, su constante preocupación fue ir ahorrando, aunque fuera trabajosamente, para asegurar su vejez y la de su buena esposa. Para ello, pensó, nada mejor que abrir su cartilla de ahorros en una caja –de las de aquellos tiempos-, e ir ingresando en la misma, peseta a peseta, lo que ambos a la par podían ahorrar, privándose de muchos gustos y caprichos, que quedaron atrás, sin satisfacer.
Al fin y a la postre, Polidoro pertenece a aquellas generaciones que vivimos las penurias de nuestra guerra civil, de aquella miseria extrema que le sucedió, que marcó el modo de ser y de estar, el pensamiento entero de aquellas generaciones, hoy a punto de extinguirse. A estas alturas de su vida, superados ampliamente los ochenta años, no puede pretenderse que cambien su rol de la noche a la mañana. Ello sería pedir peras al olmo.

Leo, como se me exige, y, efectivamente, veo que hay motivos más que suficientes para sorprenderse con lo acordado en ellas, en esas nuevas cajas de ahora, por lo menos en cuanto se refiere a la fusión de las mismas a que alude la noticia, tanto en lo que respecta a prejubilaciones de personal, como a su movilidad geográfica, a bajas incentivadas, a suspensiones de contrato compensadas, reducción de jornada y, sobre todo, nuevo marco laboral y armonización de condiciones, extremos que no voy a pasar a enumerar por no cansar al amable lector. Vea, si le interesa, El Mundo, edición de Castilla y León, del 25 abril corriente.
Lo sorprendente es que en la edición de 26 de marzo pasado, refiriéndose a las mismas cajas, decía, en mayúsculas y en negritas, “Las cajas reducen sus beneficios a la mitad”.

Polidoro sabe que existe en los consejos un miembro en representación de los impositores, pero en sus muchos años de impositor ni se le ha llamado a elegirlo, ni sabe quien es el elegido, ni cómo ha sido electo, ni en virtud de qué circunstancias concurrentes en el mismo. Sólo recuerda lo que le decía, hace ya muchos años, un pariente, elegido él para esa representación, a quien intrigado preguntó en qué consistía su trabajo, teniendo que escuchar como respuesta: “Cuando me convocan, me limito a firmar, dando mi aprobación a lo previamente acordado por el Consejo”. Debo confesar –me dice-, que me quedé atónito, pues no creo que mintiera. Era un buen hombre.
Bueno, pues a lo que iba y motivó este inocuo comentario, horro él de todo propósito de ofensa o injuria para nadie, sino como traslado de la indignación, digamos mejor incomprensión, padecida por mi amigo Polidoro, quien no alcanza a concebir que unos empleados –empleados o directivos, o ambos conjuntamente, da igual-, de unas cajas, que no son otra cosa que el envolvente de una masa de capitales ajenos, en ellas depositados para su custodia, digamos que por no tenerlos en casa sus legítimos propietarios, que ese conjunto de personas, que debían estar profundamente agradecidas a los impositores que hacen posible su supervivencia, hagan y deshagan, dispongan a su antojo, se fijen sueldos y prebendas fuera de lo que es normal en el resto de ciudadanos trabajadores por cuenta ajena, y todo ello sin previa autorización –ni conocimiento tampoco- de la masa de impositores, verdaderos propietarios de los caudales, aquellos que justifican la existencia de las cajas, y sólo ellos. Se acabaron los depósitos, como razona y dice Polidoro, y se acabaron las cajas. ¿O no es así?

Ya sabíamos todos de las dieciocho pagas al año, cobradas desde tiempo inmemorial, que los empleados conocidos nos refregaban por las narices, en vez de las catorce del resto de ciudadanos, pero –habla Polidoro- le parece inasumible, como él dice, o inaceptable como dice la Real Academia, que se le añadan ahora, en tiempos de crisis y de “reducción de beneficios a la mitad”, otros cuatro meses y medio más de sueldo, sin causa alguna que lo justifique, salvo la intervención de la eficaz presión sindical, que todo lo puede. Menos disminuir el paro, claro.

Si cuando el que se pasa de raya en sus exigencias y pretensiones es el “odiado” patrón, al empleado le queda la opción de buscarse otro trabajo mejor y despedirse, aunque sea a la francesa, sin avisar al patrón del que antes dependía. Pues, -como dice Polidoro-, aplíquense esa reflexión directivos y empleados de las cajas, que lo mismo pueden decidir cualquier día los impositores, al ver retribuidos sus depósitos con ridículos intereses, al tiempo que ven y sufren como actúan y disponen aquéllos, de espaldas a ellos, de los capitales confiados a su simple custodia, no en el sentido de apropiación indebida de los mismos, sino de escasa retribución, de miserables intereses pagados a los impositores, verdaderos y únicos dueños de las cajas, según criterio polidoriano. Pudiere llegar un momento en que, también ellos, los impositores, buscaren mejor colocación a sus ahorros y los retiraren hacia otras entidades de depósito más rentables. Todo es posible.
Me asusta pensar en la cantidad de parados que tal decisión originaría. Entre directivos y empleados, claro, no entre los disidentes impositores.
Volvió Polidoro a su casa y yo me quedé pensando, por una parte, en la razón que le asiste; por otra, en la indefensión en que realmente vivimos los sufridos impositores, los del capitalito hecho a base de sacrificios y de renuncias, es decir del verdadero ahorro, tal como hasta ahora se entendía esta palabra, la que se nos enseñaba desde niños, la que –nos decían- jamás deberíamos olvidar si queríamos llegar a ser hombres independientes y de provecho. ¡Mierda de independencia y de provecho! (Perdón) En cuanto te descuides, después de toda una vida de trabajoso ahorro, te expones a quedarte en la calle, con el culo al aire. Los empleados cobrarán catorce pagas y media, lo que tú jamás soñaste, y en cuanto a los directivos, sólo sé lo que me decía un empleado de una de ellas -hace muchos años de esta confidencia-, que había cobrado setenta millones de pesetas, de las de antes. Me gustaría saber lo que va a cobrar ahora, con el puñetero euro, que todo lo minimiza y enmascara. ¡Porca miseria! ¿Y para eso me he pasado la vida ahorrando?
Pero, ¿dónde llevo mis cuatro perras? Este jodío Polidoro me ha dejado sumido en un mar de incertidumbres. Y también de desconfianzas. ¿Qué hago, o en qué, o en quién, puedo confiar?
Está visto que la desconfianza es el mal del siglo. Se desconfía del gobierno, de la justicia, de los partidos, de los políticos, de la banca, de los sindicatos, etc., etc., ……
Y yo me pregunto, ¿pero merece la pena vivir así? ¿No será hora de pensar en ir cambiando de vida? ¿Y cómo? Quizás empezando por arriba, dejando de pensar siempre en el dinero y dedicando un poco de tiempo a pensar en el prójimo. Y a servirle también. ¡Digo yo!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 8 de mayo del 2010



(Public, en www.lacodosera.net el 10-05-10)
(Id. en www.esdiari.com el 17-05-10)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

manuel teijeiro castillo vacas locas

Anónimo dijo...

manuel teijeiro castillo mc cloud orensano