lunes, 31 de agosto de 2009

554 - ABURRIDA BIOGRAFÍA



ABURRIDA BIOGRAFÍA (554)


Cuidado que el camino tuvo curvas,
a izquierda y a derecha, retorcidas,
de duro caminar, sin saber nunca
a donde nos llevaban nuestros pasos.

Tantas curvas había en el camino
que temí despistarme muchas veces,
salirme en cualquier curva y desplomarme,
vencido para siempre, en la cuneta.

Rememoro mi vida y aseguro
que nada vergonzoso encuentro en ella,
aunque os puedo decir que he trabajado
en diversos oficios, intentando
ganarme honradamente mi condumio
y el puesto bajo el sol, que todo hombre
precisa si se quiere sentir digno,
aunque viva abrumado de escaseces.

He sido colmenero, dulce oficio;
también fui carpintero, no ebanista;
un tiempo, profesor de una academia;
estuve de empleado, fabricando
ladrillos y rasillas, y hasta tejas;
después tuve un taller, con otro socio,
un taller de mecánica, se entiende,
destinado a arreglar las averías
de todo camión o de automóvil
que llegaba pidiendo nuestra ayuda;
después, en una empresa dedicada
a nivelar terrenos para riego,
donde entré desde abajo y fui ascendiendo
a costa de diez años de mi vida,
de duro trabajar, sin el disfrute
de vacación alguna, como esclavo
vendido a los afanes de la misma.

Menos mal que estudié en mis ratos libres
logrando que al final de esos diez años,
licenciado en derecho, al fin pudiera
mi vida encaminar, con menos curvas.

Así pues, ocupé la jefatura
de uno de los seis departamentos
de una abulense fábrica de coches,
donde pude aburrirme cuanto quise,
sin hacer otra cosa que no fuere
firmar los documentos de salida
de todo el material a mi cuidado,
trabajo rutinario que a menudo
me hacía sentir en La Caverna,
ese mito platónico famoso,
que nos habla de esclavos aherrojados,
sin ningún horizonte que no sea
mirar siempre las sombras huidizas
proyectadas delante de sus ojos,
sin poderlos girar a parte alguna.

Hastiado de aburrirme de ese modo,
ingresé en el Colegio de Abogados
y pasé, por las tardes –de pasante-,
a ejercer la carrera en un bufete
de un famoso abogado, hasta hacerme
con mis propios clientes, que me dieron,
si no mucho dinero, buena fama,
amén de razonable independencia
y llenaron mi vida, hasta entonces
un tanto desnortada y vagabunda,
haciéndome sentir como en mi sitio,
cumpliendo una misión determinada,
elegida por mi, por mi buscada,
asentado por fin mi domicilio,
sin temor a traslados contingentes.

Preparé después oposiciones,
que por cierto gané con buena nota,
a Letrado Asesor de la abulense
Cámara Oficial que gestionaba
la defensa del propietario urbano,
y en ella transcurrieron veinte años
de trabajo continuo y deleitoso,
dedicado de lleno a una materia
-la propiedad urbana-, donde nada
me quedó por hacer: Asesoría,
defensa judicial, publicaciones,
conferencias variadas y hasta un libro
impugnando un absurdo y mal pensado
-también confiscatorio- arbitrio de solares,
que logré erradicar por su injusticia.

Hoy pueda asegurar que aquellos años
fueron años felices, trabajando
en pro de la justicia para aquéllos
que sufrían las torpes consecuencias
de la vieja ley arrendaticia
que trataba de desigual manera
a los arrendadores, por un lado,
y a los arrendatarios, por el otro;
una ley que fue causa de litigios
constantes entre una y otra parte.

También puedo decir que se colmaron
ampliamente mis sueños, pues vinieron
-un grupo numeroso de colegas-,
a buscarme a mi casa y proponerme
que fuere su Decano, presentando
mi nombre en la elección que se anunciaba.

Me negué a presentarme, mas al cabo,
tantos fueron los ruegos y presiones,
que hube de acceder y estar conforme
en ser su candidato. Decir puedo
que, llegadas por fin las votaciones,
me eligieron por amplia mayoría
Decano del Colegio de Abogados,
un cargo que llevé como una carga,
donde nunca cobré ni una peseta.

Después me jubilé; seguí algún tiempo
dedicado al derecho, en mi despacho,
viajando con frecuencia a Salamanca,
donde estaban mis hijos y mis nietos,
que daban un sentido a mi existencia,
hasta el punto que un día decidimos
cambiar de domicilio y venirnos
a esta hermosa ciudad, para gozarnos
con verlos diariamente a nuestro lado
y ver cómo crecían nuestros nietos,
reforzando los nudos familiares,
pues quieras o no quieras, la familia
es lo que más importa en esta vida.

Y han pasado los años y se puede
afirmar que jamás nos ha pesado
el cambio que un buen día decidimos
realizar y venir a Salamanca,
donde veo a mi hija y a mi yerno,
y vemos cómo crecen nuestros nietos.

Dejé la profesión y desde entonces
-además de dormir todas las noches
sin tener que pensar en los problemas
que a mí me trasladaban los clientes-,
ocupo mi abundante tiempo libre
escribiendo aquello que me place,
leyendo viejos libros ya leídos,
o estudiando la historia, que me sirve
para ver como el hombre se repite
cayendo en los mismísimos errores,
sin que nunca el fracaso sea motivo
bastante a escarmentarle de sus yerros.

Así paso los días: Escribiendo,
leyendo o estudiando, sin meterme
con nadie en mis escritos, aunque a veces,
no puedo soslayar las prevenciones
que me inspira la casta dominante
-políticos, banqueros, y otros muchos-,
y no pueda evitar algunos dardos
que escapan de los puntos de mi pluma,
evitando citar nombre ninguno,
pues todos –salvo algunas excepciones-
son gente adoradora del becerro
de oro, que domina nuestra vida.

Ya tengo ochenta y dos años cumplidos
y digo a todo aquel que me pregunta
que me encuentro más joven cada día.

Ya sé que no es verdad, pero es lo cierto
que el ánimo lo tengo como un niño,
que aún mantengo ilusiones y me encantan
muchas cosas impropias de mis años,
aunque luego no pueda realizarlas
por culpa de este cuerpo quebrantado,
al que debo ayudar, bastón en mano,
para dar mis paseos matinales
por las calles y plazas salmantinas.

No sé lo que me queda, ni me importa;
la vida es una apuesta, una carrera
donde siempre se llega hasta la meta
y allí todo se pierde, hasta la vida,
que es el bien que apostamos en la cuna,
a cambio de la vida que nos dieron
y de un tiempo impreciso en que vivirla.

Lo que importa es marcharse sin que nadie
jamás pueda decir cosa ninguna
que pueda mancillar tus apellidos,
ni que pueda caer, como una sombra,
o un oscuro baldón, sobre los tuyos.

El nombre es lo que importa, no el dinero.
Así me lo enseñaron en mi casa
y no pude olvidar tal enseñanza,
así como tampoco aquella otra
de no hacer a los otros, mis hermanos,
aquello que no quieras que te hagan,
y de amarlos también, como a ti mismo,
mandamiento sencillo cual no hay otro,
pero que, muchas veces, practicarlo
nos resulta difícil en extremo,
y no por culpa nuestra, ciertamente.

Eso mismo encomiendo yo a los míos,
que cuiden de su nombre, que no olviden
que de mí lo reciben sin baldones,
que no causen a nadie daño alguno,
y, si pudiere ser, hasta se obstinen
en hacer del amor hacia los otros
la meta inmarcesible de sus vidas.

Con sólo estos preceptos basta y sobra
para vivir feliz toda una vida
y marcharse tranquilo hacia la otra,
esperando que Dios nos de cobijo,
a su diestra o siniestra, da lo mismo,
pero siempre a su lado, protegido
como hijo perdido y bien hallado,
que retorna a la casa de su Padre,
a gozar de la paz definitiva.

Es pobre biografía, lo constato,
pero puedo decir en mi descargo
que fue limpio el trayecto recorrido
y que puedo morirme sin que nadie
me saque los colores a la cara.

Con ello considero que me puedo
tener por muy feliz y satisfecho,
pensando que mis hijos y mis nietos,
lucirán con orgullo mi apellido
y sabrán mantenerlo igual de limpio,
y limpio transmitirlo a quien les siga.


José María Hercilla Trilla
El Barco de Ávila, 6 Agosto 2.008






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