DE APIS MELLIFICA (309)
De todos mis momentos no hay ninguno
que añore con más fuerza y con más ansia
que aquellos transcurridos en mi tierra,
cuidando mis colmenas, alineadas
en amplios escalones orientados
al sol del mediodía, como casas
de un pueblo diminuto y laborioso
donde era un pecado la vagancia.
Allí, junto a El Arquillo, bajo el Cancho,
debajo de un olivo me tumbaba
y apoyando en un corcho la cabeza,
-mecido por la música acordada
de un millón de melíferas abejas-,
me sumía en una siesta larga,
alejado del mundo y de sus luchas,
gozando de la paz y de la calma
que el campo proporciona generoso
al hombre que durante la mañana
faenó diligente sus colmenas,
haciendo su trabajo cual Dios manda.
Después de aquellas siestas, al trabajo
volvía con las fuerzas renovadas,
dichoso al contemplar el dulce fruto
con el que en rubio chorro se llenaban
-en un fluir continuo y sosegado-
las ventrudas vasijas de hojalata.
Cuando el sol se acercaba hacia su ocaso
y la hueste abejera se aprestaba
a gozar del descanso merecido,
imitando su ejemplo, la jornada
daba yo por conclusa y a la puerta
del rústico caseto me sentaba
a esperar que la noche me cubriera
con manto de silencio, en cuya trama
podían entreverse las estrellas
brillando tenuemente en la distancia.
Detrás del colmenar, la enhiesta mole
del Cancho, -donde el águila anidaba-,
en la extremeña noche se intuía,
cual tótem vigilante que cuidara
los huertos rumorosos de naranjos
que a sus pies expandían la fragancia
del azahar florecido en blancos copos
de nieve virginal e inmaculada.
Absorto en la belleza de la noche,
envuelto en su silencio, me fumaba
unas pipas de buen tabaco negro,
lanzando circulares bocanadas
de humo blanquecino a las estrellas,
cual viviente incensario que elevara
la ofrenda de su incienso perfumado
a ese Dios que en lo alto adivinaba.
Dormían las abejas su cansancio;
mi cansancio, también yo reposaba,
y en espera de que acudiera el sueño
que cerrase mis ojos con sus gasas,
sentado ante la puerta, sin moverme,
miraba –sin mirar- hacia la nada,
y oía –sin oír- en el silencio
de la noche extremeña y encantada,
-al amparo de aquel agreste Cancho
que se erguía invisible a mis espaldas-,
los pasos de los seres que en la noche
abandonan su nido y van de caza.
Somnoliento, me hundía en mi yacija
y con profundo sueño descansaba,
durmiendo de un tirón, -como un bendito-,
en espera de que llegase el alba
y con ella la luz vivificante
portadora del toque de diana.
Y el mundo renacía con las luces,
y todas mis abejas despertaban
de su nocturno sueño, comenzando
a vibrar con su música de alas
el aire transparente y matutino,
prodigio bajo el sol de la alborada.
El voraz y vistoso abejaruco
en raudo y ágil vuelo profanaba
del colmenar los elevados muros,
a las rubias abejas dando caza;
en lo alto del cielo se veía
un águila, volando soberana
en busca de un gazapo inadvertido
sobre el cual abatirse con sus garras
potentes y crueles como garfios;
del camino que sube a la montaña
llegaba mitigado el tintineo
que a su paso dejaban unas cabras
que ascendían hacia los pobres pastos
nacidos entre brezos y entre jaras.
Dando gracias a Dios por permitirme
disfrutar de la paz y de la calma
de aquel hermoso día colmenero,
al trabajo con ansia me entregaba,
cosechando la miel de mis abejas
o acaso recogiendo de las ramas
de algún árbol cercano el jabardillo
que mi mano solícita esperaba,
para darle colmena independiente
donde poder melar más a sus anchas.
Llegado el mediodía, mi gazpacho
en cuenca de madera me majaba,
con agua cristalina de la fuente
de un huerto que tenía a mis espaldas,
gazpacho que aromaba con poleo,
esa humilde e imprescindible planta
sin la cual el gazpacho no es gazpacho,
o es gazpacho que sólo sabe a nada.
Comido aquel gazpacho y cualquier cosa,
las hambres de mi cuerpo ya saciadas,
fumábame una pipa, para luego,
una vez que la pipa se acababa,
buena siesta dormirme bajo un árbol,
con un trozo de corcha por almohada.
Allí entre mis colmenas de El Arquillo,
mecido por la música acordada
de un millón de melíferas abejas,
a la siesta –cansado- me entregaba
bajo el sol extremeño e implacable
de mis natales tierras, sin que nada
pudiera despertarme de mi sueño
hasta entrada la tarde, cuando amainan
un poco las calores y se puede
retomar el trabajo que aún aguarda.
Son recuerdos de un viejo. No hagáis caso
de estas cosas que digo, estas bobadas
que a nadie le interesan pues no tienen
-excepto para mí- gran importancia.
¡Hace ya tántos años que pasaron,
que no sé como puedo recordarlas,
mas es lo cierto que a pesar del tiempo,
no sólo las recuerdo así de claras,
sino que, cada vez que así lo hago,
el alma se me llena de añoranzas!
José María Hercilla Trilla
Almuñecar, 2 Septiembre 1997
(De mi Libro: "Canciones extremeñas")
miércoles, 25 de marzo de 2009
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