EL INFARTO (265)
Era un frío domingo; al lado de mi esposa,
caminaba deprisa en busca de la Iglesia
donde cumplir la norma eclesial de la Misa.
Inesperadamente, una garra de hierro
comenzó a atenazarme en el mismo epigastrio,
del esternón debajo, sin apenas dejarme
respirar o moverme, clavándome en el pecho
una especie de estaca, -como una rama rota-,
que al par que se clavaba, giraba cruelmente
desgarrándome el alma, cortándome el aliento.
Buscaba con los ojos un sitio en que apoyarme,
sin encontrar alguno que pudiera valerme,
negándome a pararme y confesar de plano
el trance en que me hallaba, por no asustar a ella,
que a mi lado marchaba sin conocer mi apuro.
Con un enorme esfuerzo logré llegar al atrio,
pero de allí no pude pasar más adelante,
derrumbándome exhausto, a la par que encogido,
sobre el banco de piedra que bordea la Iglesia.
Después todo es borroso, confuso en mi memoria;
un feligrés atento que iba hacia la Iglesia,
al vernos se dio cuenta de que algo pasaba
y corrió presuroso en busca de un galeno
que estaba oyendo misa, el cual, rápidamente,
sobre la misma piedra donde yacía inerme,
me prestó los primeros auxilios necesarios,
me dio «Cafinitrina», y oí como decía:
"Tranquilo, ya ha pasado; sólo ha sido un amago
de un previsible infarto del que debes cuidarte"
.
Desde entonces doy gracias al Señor cada día
por despertarme vivo cada nueva mañana
y dejarme que goce del mundo y de los míos.
¡¡Gracias, Señor, por todo; en deuda estoy contigo!!
José María Hercilla Trilla
Avila, 14 Enero 1993
(De mi Libro: "Canciones del tiempo perdido")
martes, 2 de diciembre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario